>

lunes, 2 de junio de 2014





Hay fotografías en las que la belleza, como en las personas, está en el interior. Son esas fotografías que para nosotros son muy especiales, por el momento en el que se tomaron y por lo que para nosotros significó. En definitiva, por la carga emocional que hay detrás de cada una de ellas. Hay fotografías que encierran historias de los viajes que merecen ser contadas y esta es una de ellas;  





Amanece,  el día es soleado y nuestro objetivo igual de claro. Visitar el monasterio budista de Ridzong. Arrancamos nuestra moto, y nos ponemos en marcha. Sabemos qué dirección debemos tomar, pero no hay ninguna señal que indique el camino exacto. No hay problema,... si preguntando se llega a Roma...Si llevas un mapa y medianamente te entiendes, pero no es el caso. Imposible encontrar a alguien que pueda darnos una mínima indicación. Y de la risa por lo cómico de la situación, pasamos al cabreo e incluso a la desesperación. Al final encontramos un pequeño desvío sin asfaltar, que decidimos tomar. Cinco minutos después, un monumento de oración es las única señal que podemos leer y entender. Todo indica que esta vez, vamos por buen camino.


 Por fin divisamos el monasterio.  Está a 3700 metros, enclavado entre montañas. La carretera de acceso es estrecha, tortuosa y llena de gravilla suelta. A un lado precipicio, al otro grandes paredes de roca que amenazan con desprenderse de un momento a otro. 
Antes de iniciar el último ascenso oimos a lo lejos las risas y los gritos de unos niños. Vienen corriendo hacia nosotros. Hello !!, Hello. Una bienvenida que hace que todo haya merecido la pena. No hablan, sólo nos miran, nos tocan y nos sonríen. Y aunque nos hubiéramos quedado allí más de la mitad de nuestras vidas, teníamos que continuar.
Objetivo conseguido, aunque no, no es nada fácil llegar hasta algunos monasterios de esta región montañosa. Pero mucho más complicado  es adentrarse más allá de sus salas de oración, lo que hace que la vida de estos monjes tenga algo de misterioso. Y este es uno de nuestros objetivos del viaje.   

El monasterio está desierto, no vemos a nadie… o eso es lo que pensamos. Un reflejo de color azafrán en una de las ventanas llama nuestra atención. Un anciano monje budista nos observa y sale a nuestro encuentro. Cuando visitas estos lugares enseguida  te das cuenta que su amabilidad y hospitalidad no tiene límites. Y sin mediar palabra , empieza a enseñarnos las principales dependencias de Ridzong. No habla inglés, así que practicamos el lenguaje universal. No es muy amigo de las fotos pero no puede resistirse a verse después en la pantalla. 
Le divierte y mucho, y entre foto y foto conseguimos que se relaje.

La visita concluye,  pero nosotros no queremos irnos. Queremos conocer un poco más de la vida de estos ascetas. De una forma natural, adivina nuestras intenciones, y aunque en un primer momento se muestra un tanto confuso y dubitativo, al final accede. Y se convierte en el mejor de los anfitriones. Le seguimos por un estrecho pasadizo que da paso la zona de celdas. La puerta está abierta y su gesto nos invita a entrar. Balbucea algo que no entendemos pero que bien podría traducirse en un: Bienvenidos a mi humilde hogar. Tenemos que agacharnos para entrar por la pequeña puerta que da acceso a su habitación.
No tiene ventanas, y en invierno tiene que soportar viento, lluvia, nieve y temperaturas que pueden llegar a los 40 º bajo cero. Un raído colchón en el suelo es su cama, una tapa de madera en medio de la estancia, su letrina y todo lo que veis sus vida. 

Su día a día gira en torno a un pequeño altar con una figura de Buda donde medita y reza . Unas velas y unas varillas de incienso son  lo más cálido y acogedor de toda la estancia. Nos invita a sentarnos en su cama. El viento sopla con fuerza y levanta los paños a modo de cortinas dejándonos disfrutar de unas vistas espectaculares. 

No le ha dado tiempo a poner la mesa, así que coge tres manzanas del suelo que nos ofrece a modo de bienvenida. Tiene el detalle de limpiarlas en su deslucida túnica de color azafrán. Nosotros le ofrecemos lo único comestible de nuestra mochila, una chocolatina que guarda celosamente bajo su sayo. Es extraño como hablando sin entendernos, nos entendemos a la perfección. Y entre manzana y manzana, perdemos la noción del tiempo, ....  hasta que un trueno nos devuelve a la realidad. El sol ha dado paso a negros nubarrones, el viento sopla con rabia, la misma que tenemos nosotros porque tenemos que dar por concluida nuestra visita. 

Nos acompaña hasta nuestra moto. Le gusta mucho y nos dice que le encantaría montar algún día en una. Prometemos que le daremos un paseo si volvemos, pero tenemos que salir corriendo, porque empieza a llover. Un apretón de manos que parece no tener fin, es nuestro hasta siempre.  Y nos vamos con esa sensación mezcla de tristeza, abandono, soledad, y nostalgia. Nos quedan sus fotos, el compromiso de enviárselas y el recuerdo de su generosa sonrisa. En fin, pequeños momentos que a uno le cambian.....



¡¡¡ GRACIAS POR DEDICARNOS TU TIEMPO !!!
Si quieres ver más fotos visita :

www.siuler.com // facebook // Twitter

Y si quieres recibir las actualizaciones por mail, 
no olvides suscribirte a nuestro blog .

2 comentarios:

  1. Que momento mas bonito! me encanta leer las historias que traen vuestras fotos. Son preciosas ^_^
    Saludos!

    ResponderEliminar
  2. Hola Verónica, fué un momento especial.
    Gracias por pasarte.

    ResponderEliminar